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15 mar 2021

Reseña: In the Garden of the Fugitives, de Ceridwen Dovey

Ceridwen Dovey, In the Garden of the Fugitives (Australia: Penguin, 2018). 305 páginas.
No es casualidad que Dovey escogiese el llamado “Jardín de los Fugitivos” de Pompeya como motivo y germen para esta novela, construida en torno al intercambio de correspondencia entre un hombre en el umbral de la muerte, Royce, y una mujer, Vita, que diecisiete años antes le había conminado a cesar en su comunicación con ella. Le dice en la segunda carta:

“Mi último contacto voluntario contigo, hace diecisiete años – no puedes haberlo olvidado – fue una carta en la que te decía que no quería volver a saber de ti nunca más. Un ruego que has escogido ignorar. No podía permitirme el lujo de desvanecerme por completo, y arriesgarme a perder esos cheques extra con tu firma enmarañada que me llegaban puntualmente cada dos años, como un reloj. De manera que nunca corté por lo sano, y tú siempre supiste dónde encontrarme. Cuando los cheques dejaron de llevar, exactamente diez años después de mi graduación, continuaron llegándome las tarjetas de felicitación por mi cumpleaños, y me preguntabas si estaba prosperando.” (p. 4, mi traducción)

Inmortalizados en el desastre. Orto dei Fuggiaschi, Pompei.
Fotografía de Lancevortex.

Y reitero que no es casualidad porque ese lugar en las ruinas de la ciudad destruida por el volcán Vesubio en el año 79 es más que simbólico: los moldes de yeso generados tras las excavaciones muestran las posiciones exactas en las que quedaron los cuerpos enterrados por las cenizas volcánicas. El jardín nos muestra perfectamente una escena del pasado, mientras que tanto Royce como Vita tratan respectivamente de explicarse a sí mismos sus propios pasados.

"El mismo deseo que conjuraba Pompeya en la mayoría de los hombres que ingresaban en el recinto tras cruzar sus muros, tentados por la lascivia del arte y los sórdidos jardines secretos y los patios interiores, todos ellos espacios oscurecidos y ocultos a la vista. ¿Por qué, si no, es el Lupanar, un burdel con unas salas tan pequeñas como las celdas de una cárcel, el lugar más visitado en toda Pompeya? Anhelamos levantarle las faldas al pasado, penetrarlo, hacernos dueños de él." (p. 269, mi traducción)
Un fresco en el 'Lupanare'. Fotografía de Miguel Hermoso Cuesta. 

En el caso de Royce, lo hace porque a sus 70 años, siente la proximidad de la muerte y ha “comenzado a excavar” en sus recuerdos de Kitty, la arqueóloga de la que estuvo enamorado y que pereció en un accidente en el cráter del Vesubio. Para Vita, por su parte, recontar el pasado es también una forma de terapia. Nacida en la Sudáfrica del apartheid, se pregunta repetidamente si está libre de culpa. ¿Es una consciente participación (que no necesariamente voluntaria) la nuestra cuando crecemos o vivimos en un sistema represivo? Como ciudadanos de un estado en el que vivimos y a cuya consolidación diaria contribuimos con nuestro trabajo y nuestros impuestos, ¿Qué grado de responsabilidad asumimos? Escribe Dovey (a través de Vita) en las páginas 159-60:

“[…] Se suponía que era lista, pues acababa de graduarme de una universidad de elite, pero ese verano me sentía como si me hicieran avergonzarme de admitir que en realidad era una imbécil.

Y entonces comenzó un ajuste de cuentas más incómodo. Encontraba dificil criticar América. ¿Cómo podía cuadrar mi experiencia de la generosidad americana (cuatro años de educación gratuita, un sistema de humanidades diseñado para producir pensadores creativos; amigos y amigas a quienes quería, cuyas familias me habían acogido en sus propios hogares) con este otro sórdido aspecto del país, la ira que estaba invadiendo a algunos de sus ciudadanos? ¿Por qué me sentía de igual modo incapaz de criticar Australia, con su propia historia vergonzosa de aniquilación y racismo, su creciente intolerancia hacia extranjeros de ciertas clases y colores? ¿Por qué me sentía yo incapaz de criticar ningún país que no fuera la Sudáfrica del apartheid de mi infancia, sus pecados ahora supuestamente borrados por las asombrosas hazañas morales de 1994?

Me recordaba los estrictos límites de empatía que mi padre se había autoimpuesto. Los pobres de Australia no le conmovían en absoluto, pero los de Sudáfrica le causaban un dolor realmente físico, le creaban un agujero sangrante en el pecho. También yo parecía haber compartimentado el mundo en dos categorías: aquellos que podía censurar y aquellos que no.” (mi traducción)

Cabe recalcar que la autora de la inmensa Blood Kin y de Only the Animals comparte con su personaje muchos datos biográficos. Nació en Sudáfrica en 1980 y se mudó a Australia cuando era muy joven. Estudió en los Estados Unidos (Harvard) y regresó (como Vita en la novela) a su tierra natal con el propósito de filmar un estudio antropológico sobre las relaciones laborales en las bodegas del país.

Un lugar para que Vita se pierda en sus sentimientos, caminando hacia ninguna parte. Vista de Ciudad del Cabo.

In the Garden of the Fugitives nos lleva a realizar un peculiar recorrido por el mundo: países, ciudades, yacimientos arqueológicos, plantaciones de viñedos en Sudáfrica y de olivares en Nueva Gales del Sur. Los lugares y sus nombres no son más que el pretexto para delinear las historias de los personajes y las intricadas relaciones de las personas con esos lugares y los hechos del pasado que los unen a ellos al tiempo que los persiguen en sus conciencias. Es por eso por lo que, en su regreso a Sudáfrica, Vita concentra su cámara en aspectos materiales, no humanos: el proceso de la producción vinícola; y lo hace sin superponer sentimiento alguno en ese estudio. Es la tierra a la que pertenece, pero ya no la siente suya. La rehúsa.

Por su parte, Royce rememora el deseo por Kitty, su obsesión por ella y la creciente manipulación que ejerció sobre ella mediante el dinero y su influencia. En el intercambio epistolar entre ambos se va formando la imagen de un hombre caprichoso, posesivo y calculador, que se escondía tras una fachada de benefactor de prometedores y brillantes estudiantes. El pasado surge en nuestra conciencia igual que las formas de los muertos en el jardín de las ruinas de Pompeya aparecen durante las excavaciones.

Esta es una brillante novela construida en un formato que es dificil ejecutar sin faltas. Aunque los relatos confesionales de Vita sobre su terapia en Ciudad del Cabo, y la obsesión en la que cae por Magdalene, la psicoterapeuta, le quitan algo de ritmo al total, en conjunto el resultado es óptimo.

9 sept 2019

Reseña: Only the Animals, de Ceridwen Dovey

Ceridwen Dovey, Only the Animals (Melbourne: Penguin, 2014). 248 páginas.

Vaya por delante la admisión de que no tengo mascota alguna ni la he tenido durante décadas, quitando de los perros de la granja donde estuve viviendo un año entero. No me sorprende que haya tanta gente que tiene animales en su casa, pero sí me parece paradójico que algunas mascotas reciban mejor trato que personas que, por alguna u otra razón, se hallan en condiciones deplorables. No creo que ese dato, hoy en 2019, indique algo positivo de la humanidad.

Este difícilmente clasificable libro de Ceridwen Dovey lo componen diez relatos narrados por “almas” de animales fallecidos. Obviamente, la autora nos invita a creer en algo perfectamente inverosímil; pero esa invitación, a la larga, creo que merece la pena aceptarla.

Los relatos tienen variados puntos en común: todos los animales cuentan sus historias después de fallecer a causa de conflictos bélicos o situaciones problemáticas creadas por seres humanos. Cada uno de los relatos rinde homenaje intertextual a un escritor distinto, entre ellos algunos tan ilustres como Kerouac, Grass, Kafka, Sylvia Plath, Stoppard o el australiano (mucho menos conocido) Henry Lawson.
Los suyos no están en una bolsa. Tumba de Henry Lawson en el cementerio de Waverley, Sydney. Fotografía de Sardaka  
En el primero, ‘The Bones’ [Los huesos] un camello en el árido interior de Australia a finales del siglo XIX observa y escucha las conversaciones de un grupo expedicionario que transporta un extraño saco lleno de huesos amarillentos (¡qué pena, no son lingotes de oro!). El camello interrumpe la narración para dar cuenta de su propia historia, y termina muerto por los disparos de uno de los viajeros que, borracho de ron, intenta matar a un gran lagarto que ha estado acechándolos durante días. El relato insinúa la violencia de la expansión colonial de Australia, una atroz guerra que sigue siendo negada por la historia oficial.

El siguiente animal en contar su historia es un gatito, perdido entre las trincheras de la I Guerra Mundial, donde encontrará la muerte. En otro de los cuentos, el alma de un delfín hembra escribe ‘Una carta a Sylvia Plath’, en la que cuenta sus experiencias dentro de un grupo de élite de cetáceos entrenados por la Marina de los EE.UU. para tareas de detección de amenazas submarinas.

Los relatos están presentados en un orden cronológico, si bien el lector bien podría alterar el orden de lectura a su gusto. Los demás animales incluidos en el libro son un chimpancé, un perro, un mejillón, una tortuga, un elefante, un oso y un loro. Hay relatos que desde la primera oración te atrapan. En mi caso, me ocurrió con ‘Plautus: A Memoir of My Years on Earth and Last Days in Space’ [Plauto: Memoria de mis años en la Tierra y mis últimos días en el espacio], narrada por una tortuga que pasa de la vida en la casa de los Tolstoi tras la muerte del escritor a vivir en el Londres literario de Virginia Woolf y George Orwell, para finalmente regresar a la URSS y terminar como tortuga astronauta en las expediciones espaciales de órbita terrestre del programa soviético.

Con otros, en cambio, quizás la apuesta de Dovey no resulta ser tan efectiva. Es el caso de ‘Telling Fairytales’ [Contando cuentos de hadas], en el que un oso narra sus dramáticas vivencias y la desesperación de los habitantes de Sarajevo durante la guerra de los Balcanes.
Pearl Harbor (Hawaii). Implausible escenario para una superorgía de moluscos. 
Los hay también repletos de humor: el mejillón de ‘Somewhere Along the Line the Pearl Would be Handed to Me’ [En algún momento me entregarían la perla], título prestado por On the Road de Kerouac, narra en clave de humor su largo viaje de la costa este a la costa oeste de los Estados Unidos. El molusco no solo tiene un excelente sentido del humor, sino que emula el espíritu de la Generación Beat de forma veraz e hilarante. Tras la llegada a Pearl Harbor acoplados al casco de un buque de guerra, los mejillones, enardecidos por la salinidad y las cálidas aguas del Pacífico, desovan en masa en una especie de frenética orgía submarina: “Entonces ocurrió algo extraño. La temperatura y la sal en el agua actuaron como estímulo de un jubiloso desove espontáneo en masa de cada uno de los mejillones en nuestra colonia de polizones en el casco del barco, todos y cada uno de nosotros. Cada macho soltó su esperma en las aguas, y cada hembra dejó ir millones de huevos, y durante varios días los muchachos y yo no pudimos concentrarnos en otra cosa que no fuese fertilizar, en hacer nuestra divertida voluntad carnal con quien nos diese la gana. Jodimos y copulamos y nos reprodujimos en índices que asombraron al mismísimo Meji. El olor a sexo era casi tan fuerte como el olor a comida – había comida por todas partes en la bahía, tanta que todos engordamos, muy rápido, muy velozmente, más y más gordos. No estaba muy seguro de si esto era lo que veníamos buscando, esta vida de abundancia. Pero nos parecía muy bueno, estaba rebién, la hostia de bien, eso de darnos una supercomilona y follar ad infinitum.” (p. 122, mi traducción)

Aunque posiblemente no todos los relatos de Only the Animals causen admiración o asombro, el conjunto sí deja un excelente sabor de boca, como fue el caso con la primera novela de Dovey, Blood Kin. Hay mucha inventiva e imaginación en cada una de estas narraciones de características antropomórficas, que aprovechan el hecho de que, además de servirnos de alimento, utilizamos a los animales de muchas diversas maneras: como medios de transporte, para hacernos compañía, en experimentos y campañas militares, en competiciones deportivas y espectáculos barbáricos que algunos denominan artísticos, etc. La lista es virtualmente inagotable.

En ese sentido, quizás el hilo temático subyacente en el conjunto de relatos sea la lucha por sobrevivir en un planeta cada vez más poblado y cada vez más inhumano. La delfina que escribe su misiva a Sylvia Plath nos dice: “a las mujeres no hace falta recordarles que son animales. Entonces, ¿Por qué vuestros hombres se empeñan en gritarlo desde los tejados, como si hubieran descubierto cómo transformar los metales comunes en oro? ¡Imagínese usted a un hombre que haya de tener revelaciones cada dos por tres para acordarse de que es un animal! Pero nosotros somos especiales, declaran vuestros hombres, somos un animal de caso especial, y parte de lo que nos hace especiales es que hacemos la pregunta: ¿Soy humano o animal?” (p. 206, mi traducción)

Y enlazo lo anterior con la cita que hace Dovey del autor estadounidense Boria Sax, procedente de su libro Animals in the Third Reich: Pets, Scapegoats, and the Holocaust: “Quienes son humanos para con los animales no son necesariamente amables con los seres humanos.” Que cada cual saque sus propias conclusiones.

25 may 2015

Reseña: Blood Kin, de Ceridwen Dovey

Ceridwen Dovey, Blood Kin (Londres: Atlantic Books, 2007). 185 páginas.

Un país sin nombre en el que gobierna un Presidente de trazas dictatoriales se ve sorprendido por un golpe de estado que depone al dictador y eleva al Comandante, el líder de los rebeldes, a la posición de nuevo detentador del poder. Las pistas que nos da la autora respecto al tiempo y lugar de Blood Kin son mínimas: es un país donde florecen las jacarandas, hay un cercano puerto pesquero y el Presidente tiene una residencia de verano desde la que se otea un valle en el que crecen viñedos.

Hay en Blood Kin, sin embargo, seis voces narradoras distintas (si bien no son tan diferentes como uno quisiera), que se alternan para permitir al lector contrastar sus distintos puntos de vista, al tiempo que aportan algunos detalles que complementan o contradicen la narración de los demás. Nadie tiene nombre en esta novela: se identifica a los personajes, en el caso de los masculinos, por su rango (el Presidente, el Comandante) o la profesión que ejercen al servicio del Presidente (los tres narradores masculinos: el chef, el barbero, el retratista), mientras que a los personajes narradores femeninos los conocemos por su parentesco con los tres anteriores (la novia del hermano del barbero, la hija del chef y la esposa del retratista).

Cuando un comando entra en el Palacio presidencial y secuestra al mandatario y a la primera dama, los rebeldes se llevan al palacio estival a su cocinero, a su barbero/peluquero y al retratista oficial y su esposa, a quien por estar embarazada la mantienen en cautividad por separado. A los tres hombres los obligan a compartir los mismos aposentos y a desempeñar las mismas funciones que hasta ese momento habían tenido, pero ahora al servicio del Comandante. Bien pronto queda insinuada la idea de que el nuevo mandatario comienza a adquirir hábitos y comportamientos muy similares a los que tenía el dictador depuesto.

Cada uno de los capítulos adopta la forma de un monólogo: Dovey delinea pues a los personajes a través de sus propias palabras y reflexiones. Esta es un arma de doble filo: es muy efectiva, en tanto que proporciona ángulos muy diferentes, y con unos escuetos recursos logra caracterizar a los personajes; el problema es que el modo de expresarse de cada uno de ellos es muy similar. No hay apenas diferencias respecto a su tono. Y cuando Dovey, en la segunda parte de la novela, introduce tres nuevas narradoras cuyas voces guardan muchas similitudes entre sí y con los tres anteriores, la narración va cayendo poco a poco en una homogeneidad que pudiera parecer una pizca artificial.

Por fortuna, los sorprendentes sucesos y las extraordinarias revelaciones que conforman el desenlace de Blood Kin proporcionan un más que válido giro argumental y constituyen, en mi opinión, un aliciente para el lector. Con apenas 180 páginas, Blood Kin es una fácil y rápida lectura en torno al concepto del poder y la extremada facilidad que tiene para corromper al ser humano. Los tres servidores del exdictador dan en algún momento muestras de ceder a sus instintos más bajos y brutales.

Así, el chef resulta ser un mujeriego sádico y cruel, metódico a la hora de poner punto final a la vida de los moluscos que prepara para el Comandante: “Sujeto el rodillo con una mano – ha llegado la hora de acercarme sigilosamente a las orejas de mar y sorprenderlas con un golpe mortal. Ella [la compañera del Comandante] me observa mientras cruzo la cocina entera camino de la despensa, que está a oscuras; los últimos pasos los doy de puntillas, para darle un efecto dramático, y entonces me agacho por encima de ellas. A tres las mato antes de que se contraigan, pero la última se da cuenta de lo que se le viene encima y se contrae. Tendré que tirarla.” (p. 39, mi traducción)

El barbero confiesa que muchas veces quiso rebanarle el cuello al Presidente, quien ordenó la muerte de su hermano, pero siempre le faltó el coraje para hacerlo. El retratista, que a las primeras de cambio sucumbe al miedo, trata de justificarse y eximirse de cualquier atisbo de culpa respecto a los crímenes del régimen del Presidente, aduciendo que, en su calidad de artista, no tenía responsabilidad alguna de saber qué es lo que hacía el gobierno del jefe al que servía. Curiosamente, el Presidente transita por sus páginas sin pena ni gloria, como una sombra pálida o un eco tenue de la persona que era.

Blood Kin es una novela de grata lectura. Dovey, nacida en Sudáfrica y educada en Australia y los Estados Unidos, elimina casi todos los detalles geográficos y temporales, desnudando en cierto modo la trama, pero consigue que fijemos nuestra atención en otros aspectos mucho más significativos. Es una crítica (no tan) velada al sistema sociopolítico predominante durante siglos en el mundo occidental, sustentado en el patriarcado y en el uso de la fuerza militar para ganar cualquier batalla ideológica.

Incluyo aquí mi traducción del primer capítulo. De momento, Blood Kin no se ha traducido al castellano ni al catalán. Esperemos que pronto esté disponible en alguno de esos dos idiomas.

1. Su retratista 
Venía cada dos meses para posar. Siempre a primera hora del día, normalmente un viernes, cuando todavía le quedaba una pizca de vitalidad en el rostro tras el esfuerzo de la semana, pero había en su mirada el sosiego de saber que ya casi había terminado. Hacia finales de la primavera, las flores caídas de las jacarandas yacían luminosas afuera a esa hora del día, y su ayudante las recogía a manojos y las esparcía sobre el sofá donde él se sentaba, o se tumbaba, o se apoyaba, para cada uno de los retratos. Regios pétalos de color púrpura. Le hacían sentirse como un rey.
Siempre mezclaba los colores de la paleta antes de que él llegara. Conocía la tonalidad de su piel, el color de sus cabellos, el rosado en las medialunas de sus dedos. Después de su llegada, una vez se había sentado, yo ajustaba los colores levemente, según el humor de que él estuviera: si había sido una mala semana, al tono de su piel le hacía falta más amarillo; si se sentía benevolente, le añadía una pizca de azul al blanco de sus ojos. Decía que su única terapia era hacerse retratar.
Empezaba con un boceto al carboncillo de su cara. Era implacable respecto a los detalles, y reflejaba cada nueva arruga o descoloración o mancha, pero eso era lo que él quería – la primera que posó, le adulé en el lienzo, y amenazó  con no volver nunca, de modo que la vez siguiente le pinté tal como era, y eso le complació. Te sorprendería ver lo que le puede ocurrir a una cara en dos meses. Algún día juntaré todos los bocetos al carboncillo que quedan y haré un librito que convierta las imágenes individuales en animación al hojear rápido las páginas. El efecto del librito será el envejecimiento del Presidente.
Los retratos al óleo solían llevarme exactamente seis horas. Decidía él la pose, y cuando ya se había acomodado su ayudante le maquillaba la cara y, los días en que el Presidente parecía estar especialmente cansado, le añadía algo de autoridad a su mirada con un delineador de ojos. Tenía una asombrosa habilidad para quedarse quieto durante horas. Al final de cada sesión, antes incluso de que se hubiese secado la pintura, su ayudante recogía el retrato para colgarlo junto a la bandera en el Parlamento, de manera que el retrato en el Parlamento fuese siempre el más actual, y los ya antiguos eran distribuidos entre los dignatarios para que los colgasen en sus hogares.

14/03/2021. Acabo de ver que estaba completamente equivocado. Blood Kin se publicó en 2009 en la editorial Mosaico, en traducción de Montserrat Gurguí Martínez de Huete y Hernán Sabaté Vargas, con el título de Lazos de sangre.

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